Pocos recordarán los sucesos acontecidos aquella terrible noche en las calles del pequeño pueblo de Bowmore, donde ocurrió un caso tan antinatural que solo podría ser obra de los trepanadores de la consciencia que obran bajo el mando del mayor mal existente en este podrido mundo.
Desde la caída del Sol prematura, hasta
el sosiego del mar falto de olas, todo parecía augurar un desastre que, de
conservar un ápice de instinto por sobrevivir, cualquier hombre hubiese
emprendido la huida u optara por un final más rápido e indoloro. No así los
clientes del bar Da Sheaghach, donde la música y las bebidas adulteradas
mantenían ignorantes a todos del desastre que se asomaba. En ese entonces, yo
atendía detrás de la barra de aquel lugar. Llevaba ya un par de años con ese
trabajo, pero no estaba ahí por el dinero ni el ambiente, sino que era el único
bar de la ciudad que permitiría a un hombre alcoholizarse durante la jornada
laboral. Era joven, una persona completamente distinta del despojo que soy
ahora. Si pudiese ser capaz de recuperar aquella vitalidad tan solo durante un
día, ese sería el mejor día de mi vida…
Pero no.
Nunca podría ser.
Y si fuera posible, probablemente
aprovechase esas energías para acabar esta vida miserable que no hace más que
recordar entre sueños aquel escenario desgarrador que repta desde dentro de mi
piel queriendo desgarrarme. Pero es inútil tener esperanzas en algún milagro
así, aun cuando he comprobado que el mal se puede manifestar.
Esa noche el bar estaba en su máximo
aforo, pues había ganado en casa el equipo de Rugby local, llenando cada establecimiento
en la ciudad donde se consumiese alcohol, y haciendo de las calles un caos
habitual con cada temporada que se jugaba. En ese sentido, no podría descartar
que los bares alrededor del malecón hubiesen padecido ante aquella fuerza
antinatural que asoló al Da Sheaghach; que encuentren la paz todas aquellas
almas arrebatadas en tan súbito acontecimiento que aún hasta la fecha sigue
calando en mis temblorosos huesos.
La Luna no había salido, haciendo la
ciudad más lúgubre de lo habitual, los animales parecían alborotados en respuesta,
corriendo erráticamente y atacando hasta a sus propios dueños en un acto de
urgencia desmedida. Por supuesto, la mordida nerviosa de un animal herido era
algo que podía pasar en cualquier momento, y aún si los reportes hubiesen
llegado a llamar la atención, ninguno de los hombres y mujeres disfrutando de
la bebida y la victoria ajena lo hubieran considerado importante, y así la
gente siguió tomando sin medida, sin malestar por lo que pudiese ser mañana,
habituados y aferrados tan beligerantes a la vida.
Mi jefe en ese entonces era el Sr.
Donovan, un hombre tacaño sin ápice de vergüenza para intoxicar a sus clientes,
engañándolos así con los precios más bajos del pueblo. En aquel momento su boca
segregaba exuberante saliva, saboreando la ganancia que venía esa noche,
ignorando por completo la ayuda que requería al ser el único empleado detrás de
la barra en ese turno
“Apura esos tragos. Es increíble que
estés quejándote por solo servir Whisky y cerveza, desagradecido”, decía
mientras contaba el dinero de la caja registradora, revisando si acaso no me
estaba llevando algo a la bolsa. Realmente solía hacerlo, así que no lo culpo
por la falta de confianza. Odiaba trabajar ahí. Era un lugar cerrado, más
cercano a una bodega que a un bar, pero a la gente no parecía importarle. En
cambio yo me asfixiaba de momentos, sentía el aire viciado y el constante humo
de cigarro no hacía más llevadera esa carga.
Cuando ocurrían este tipo de
celebraciones, el aire y el ruido saturaban el lugar, haciendo apenas audible
los pedidos de las personas, las cuales se amontonaban de vez en cuando
reclamando que no habían recibido lo que ordenaron. “Menos mal estoy
alcoholizado”, pensaba mientras ofrecía disculpas vacías a todos esos que
apenas podían mantenerse de pie.
De repente, un ruido golpeó contra el
frente del establecimiento, y pronto fue secundado por múltiples otros
alrededor de todo el edificio, como el ruido del granizo cayendo, una primicia
imposible pues era verano por esos días y la temporada de tormentas todavía no empezaba.
Algunos incautos quisieron salir a
revisar el origen de aquel escándalo, pensando si acaso era la hinchada del
otro equipo, buscando incomodar a los ganadores. La música paró y el bullicio
empezó a aflorar, mientras que algunos se subían a las mesas incitando al resto
a dar un buen espectáculo a cualquiera que quisiese estropearles la noche. Los
hombres más elocuentes salieron de frente, mientras que el resto acalló para
estar atentos a la señal para apoyarles, pero ninguna voz se escuchó afuera,
solo el ruido del viento que resoplaba y los golpes que retumbaban en las
paredes, los cuales se mantenían constantes, solo bajando su intensidad apenas
un poco. Puede incluso se tratase solo de los propios oídos, que de a poco se
acostumbraban.
Hubo un momento de reflexión entre los
antes coléricos bebedores, pero pronto recobrarían aquel aire imperativo de
rebelión, ahora a mayor escala, logrando hallar valor para salir embravecidos
al punto de casi provocar una estampida. El maldito de Donovan iba tras de
ellos gritando “¡Se están yendo sin pagar! ¡Ayúdame a detenerlos idiota!”, pero
mejor que nadie sabía que no había fuerza en Islay capaz de detener a aquella
turba, o al menos no lo creía. Durante el alboroto, los golpeteos pasaban a
segundo plano, como si tratasen de combatir ruido con ruido. Pero, así como iba
alejándose la tumultuosa turba que hacía retumbar mis oídos, el ruido del
exterior aumentaba en proporción.
Aquello empezó a causar estragos en mí.
Quizás era que el alcohol había perdido
efecto o fuese el estrés al que estaba sometido noche tras noche, pero mis
piernas empezaron a temblar, a mantenerse inquietas, como queriendo escapar de
algo o alguien. El sentido común me decía que debía permanecer detrás de la
barra por si alguien más ordenaba, pero el resto de mi cuerpo imploraba por una
vía de escape. Ahora sé que no había lugar más seguro que aquella mohosa bodega
disfrazada de bar.
Habiendo salido el 90% de las personas
que hubiesen ocupado las mesas del establecimiento (entre ellos el señor
Donovan), un estruendo asoló mis oídos y así también del otro 10% que a unos
pasos de atravesar la puerta, corrieron a esconderse dentro del establecimiento
bajo mesas o corrían despavoridos mientras jalaban su cabello, como aquel que
sufre una desesperación inexpugnable. No eran cobardes. Incluso yo oriné mis
pantalones como desde niño no hacía, pero fue algo de lo que me percataría
tiempo después. En comparación, logré mantener mis cabales, pues algunos
vomitaban ante el terror, otros corrían por todo el establecimiento sin rastro de
cordura, y aquellos que eran acreedores de esta, rompieron platos y botellas,
cortando sus gargantas ante el asolador futuro que se asomaba al otro lado de
la puerta.
Después del estruendo, los golpes a la
pared empezaron a tomar forma, pasando del granizo a un galope, que tan solo
los demonios con sus carrozas cubiertas en sangre y fuego podrían domar si es
que el mismísimo infierno decidiese abrirse paso en este miserable pueblo. Si
acaso tenían jinetes o si fuesen caballos de verdad, era irrelevante, pero
pronto el ritmo del galope empezaría a bajar conforme a la euforia y el pánico
descendían, hasta que en un efímero uso de razón los ahí presentes comprendimos
el origen de ese ruido tan atroz y vivo.
¡Eran los latidos de nuestro
corazón!