Era verano cuando conocí a Dahud. Yo era tan solo un hombre de negocios en la barra de un bar a la orilla de la playa. El bar del hotel me había ahuyentado por sus precios exorbitantes y así caminé entre la arena hasta llegar a una palapa rústica y con un letrero desgastado donde la brisa azotaba en los días de viento. Era un día sin brisa, y pedí un daiquiri con un toque de Maraschino, imitando la receta de Heminghway. Entonces escuché a una mujer diciendo "quiero uno igual" e inevitablemente tuvo mi atención. Pensé que podían ser los delirios del calor, pero verdaderamente quedé prendido de su belleza. No poseía una figura despampanante de una actriz, sino el de una deportista, notando por primera vez en mi vida el encanto de una espalda remarcada, y unas piernas que habían trabajado sin cansancio durante años hasta entonces.
Era una mujer como ninguna otra para mí que no solía salir de la oficina y los hoteles, y entonces tuve la idea de hablarle. Como siempre, mis primeras palabras tuvieron el encanto de un balde de agua fría, pero quizás fuese el calor o los tragos venideros, que habían hecho al agua rendir frutos. Su nombre no era Dahud, pero así decido evocarla como la princesa Sirena de las leyendas bretonas, aludiendo a su gusto y vocación al nado, del cual yo no era nada participe. En el mar no hacía más que mojarme los pies, mientras que a ella le gustaba ir a tocar la boya y regresar buscando batir su récord personal. A pesar de ello, no era una deportista profesional. Se trataba tan solo de una amante del agua y una entusiasta del nado. Sin contar ese considerable detalle, congeniamos al punto de hablar hasta el anochecer, cuando la playa empezó a vaciarse y aquel bar tan solo parecía esperarnos a nosotros para cerrar. Nos dimos los números y nos despedimos con un beso como incentivo para volver a hablar. Sin embargo y de camino al hotel, lo único en lo que podía pensar era en como haría para enfrentar una de mis mayores aversiones, que era el mismo mar. Aquel trauma arraigado desde la infancia parecía venir por mí seduciéndome hasta las profundidades, pero después de horas deliberando con el techo de la habitación, tuve mi decisión.
Al día siguiente estaba inscribiéndome a un curso de natación en mi ciudad, la cual estaba a apenas un par de horas de Dahud. Así, al salir del trabajo, me dedicaba exclusivamente a mis lecciones para el fin de semana salir a verla. Durante un par de meses, pude eludir la playa, pasando nuestros días en los bares o en su casa. Se dedicaba a dar clases en una escuela de una comunidad cercana, y así como yo, solía pasar el resto del día nadando, aunque la comparación era similar a la de una rana y un tiburón. Estaba prendido de su belleza natural, del tono dorado de su piel por el beso del sol, de esa sonrisa tan ligera que parecía hacerme flotar a mí también, y llegado a ese punto, sabía que debía acompañarle a donde ella fuera.
El primer gran paso fue la piscina de un hotel donde me hospedaba. Invité a Dahud a pasar la noche y no pudo evitar notar la alberca olímpica en el croquis. Nunca mentí sobre mis capacidades de nado o sobre mi miedo al agua, pero me sentí tranquilo al estar con ella. Mis movimientos fueron menos rígidos a las prácticas, y sentía que podía compartir ese mismo espacio con ella, y mientras Dahud era un pez en el agua, yo dejaba de sentirme rana, considerando que era tan humano como lo era mi hermosa acompañante. Sus esfuerzos para mi seguridad en el agua fueron admirables, regocijándome de aquellos cuidados que no se limitaban al agua, y que en mi vida no había gozado jamás.
Así fuimos subiendo de escalones poco a poco, sumergirse en las albercas, competencias de nado entre los dos, la playa y finalmente, me encontraba frente a ese escalón que más temía subir: buceo.
Habían pasado ya varios meses y ella me preguntó en repetidas ocasiones si podría hacerlo. Un par de semanas antes, habíamos contratado un paquete de snorkel como última prueba para ese momento. Era un día de Septiembre y el verano estaba por terminarse. Las aguas estaban agitadas por el paso reciente de una tormenta tropical y estuvimos a punto de cancelar, pero el día amaneció tan soleado que no pude evitar sentir cierta resignación. La lancha demoró unos veinte minutos hasta llegar a la zona de arrecifes, donde podían apreciarse diversos peces coloridos. Desde que tuve el equipo de snorkel en mi posesión, me la pase practicando para poder respirar con el. El instructor nos hizo la señal y así bajamos de la lancha hacia el mar. Mientras que Dahud se escabullía sin más, yo tomé valor entre el azote de las olas para emprender mi zambullida, cuando una ola generada por la lancha logró sumergir mi cabeza bajo el agua y mi respiración se sintió completamente limitada, mientras que el agua ingresaba por la mascarilla y empezaba a tragar agua salada con tal y no ahogarme en ese preciso momento. Salí a la superficie y como pude removí la mascarilla para sacar el agua, aferrándome con una fuerza instintiva a la cuerda que nos sujetaba. Sin mirar atrás, me fui desplazando hasta donde se encontraba el barco y subí sin esperar el auxilio del personal. Cinco minutos después, salía Dahud del agua, preocupada porque nunca llegué. Estaba enojado conmigo, no tanto por no poder hacerlo, sino por convencerme a mí mismo de que era posible. Miré a Dahud y le dije "hasta aquí llego", sin pensar en un segundo intento, en como se sentiría ella, sino solo en alivio de salir de ahí con vida.
Dahud no volvió a entrar al mar ese día. El camino fue uno silencioso y de caras largas. Recuerdo que tenía ganas de embriagarme, pero al llegar al muelle, pude sentir como mi cuerpo carecía de todo equilibrio, como si el mar siguiese burlándose de mí, de mi incapacidad, pero ahí estaba Dahud tomándome la mano y llevándome hasta su habitación donde por ultima vez, tuve certeza de que me amó.
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