Pocas personas se mantienen
constantes en el flujo de una memoria que rara vez asienta nombres en los
sedimentos de su caudaloso y mortal corriente, entre ellos el de mi amigo
William Devéria, un chico que vivía al otro lado de la cuadra y que era por
demás enfermizo, haciéndome sentir como un sol lleno de vitalidad a su lado.
Desde que tenía memoria, había padecido de asma, usaba zapatos ortopédicos que
provocaban la burla de la mayoría de los chicos del vecindario, y el haberse
vestido con un kilt durante el festival escolar de la primaria no le ayudó en
lo absoluto. Sus rasgos eran algo afeminados, principalmente por la falta de
ejercicio y a una alimentación, que si bien no mala, consistía por lo general
en caldo de pollo, hecho por su abuela, quien le solía cuidar por las tardes.
Sus padres trabajaban hasta noche, por lo que, apenas terminando las tareas y
de comer, solía venir a buscarme a la casa. Su voz era titubeante cuando
pronunciaba mi nombre, en parte porque el perro del vecino fuese a ladrarle o
perseguirle. Más de una vez lo encontré encima de mi reja, pidiendo
desesperadamente que ahuyentase a ese Pomerania del mal, como él solía
llamarlo.
Solíamos poner la televisión y
ver caricaturas que no le dejaban ver en casa, y cuando queríamos jugar, usábamos
carros de control remoto dentro de mi patio, nada que le costase mucho esfuerzo
al pequeño William. También pintábamos libros para colorear, y cuando fuimos un
tanto más grandes, ayudábamos a su padre en su taller de artesanías, pintando
jarrones y pequeñas esculturas de barro con forma de búhos, perros y muñecas.
A pesar de tener la misma edad,
me sentía como su hermano mayor, y durante mucho tiempo, fui su maestro en las
pocas cosas que sabía o creía saber de este mundo. Fui yo quien le aconsejó como
acercarse a la pequeña Mary Polanski en la escuela, y probablemente la razón de
su rápido rechazo. En lo absoluto lo hubiera hecho a propósito, pero William
tenía muy pocos atributos positivos para una mujer. Era incapaz de brindar
protección con su escualidez, y su belleza residía únicamente en dicha
delicadeza que le acompañaba. En algún fin de semana, pude conocer finalmente a
sus padres, una mujer en constante estrés que se la vivía llenándose de nuevas
y más mortuorias preocupaciones, y un padre que desaparecía durante largas temporadas para únicamente llegar a casa y tenderse a ver televisión. Pero William poco o nada compartía con ellos, siendo un chico por
demás trabajador y compulsivo de sus deberes. Decía que le gustaba sentirse libre,
y el tiempo me ha hecho entender que, a fin de cuentas, eso era lo que más
anhelaba. Lo segundo era Mary Polanski.
La verdad, yo no sé qué le veía.
Por supuesto que era linda y la más popular de la escuela, pero su actitud era
la de una niña mimada. Hace unos días, volví a saber de ella. Ha conseguido
un marido millonario y se la vive viajando y comprando ropa. El mundo no es un
lugar justo a veces, pero William no lo veía así. Trabajaba más que nadie para
hacerse notar por sus méritos, le ayudaba en sus tareas, esperando ella no
notase sus manos sudadas, pero era difícil no hacerlo, cuando transpiraba a
través de ellas, de la frente y los sobacos. También era víctima de bullying
constantemente, y aprovechaban cada oportunidad en la que estaba lejos para
hacerle una maldad, pero no importaba el crimen, nunca pensó en venganza o
incluso temor, sino que más bien vivía el hoy y el ahora. Aquello hacía que no
fuera capaz de resolver problemas a mediano y largo plazo, desperdiciando oportunidades
de crecimiento personal o profesional en el transcurso de los años. Mary
Polansky se fue terminando la primaria, pero la reemplazaron Julia, Pernille y
Henrietta, pues mi pobre y enfermizo amigo, si bien ignorante de sus metas en
la vida, estaba seguro de que su destino era casarse con una hermosa mujer y
tener dos hijos.
Para tal ironía, habría de
conocerle unas cuantas parejas que resultaban cada vez más efímeras y de las
cuales, ninguna habría de llegar siquiera a sus estándares reales de belleza.
La verdad es, que simplemente se sentía solo. Dichos motivos hacían que
finalmente se cansase de ellas y terminasen en una relación de enemistad, fastidiando a la larga sus círculos sociales que eran de por sí,
bastante reducidos.
A los 23 años, se encontraba
solo.
Podía contar a sus amistades con
una mano, y a sus prospectos restantes de pareja con un puño. Sin embargo,
William no era un mal chico, y solía invitarlo a las reuniones en mi casa a fin
de que conociese gente nueva, pero siempre tuvo facilidad para dar malas
impresiones. Entrando en sinceridad, yo también creí que era un idiota en sus
días, y lo es, pero no de ese tipo.
Habiendo salido de la universidad
y sin amistades prometedoras, la última esperanza de William era encontrar un
trabajo donde socializar, pero víctima de sus malas decisiones y de su atópica
disfunción social, comenzó a trabajar en un negocio de oficinas como contador.
Ni siquiera había estudiado algo
en relación, pero si algo he de admirarle a mi gran amigo es su capacidad de
albergar conocimientos innecesarios para la convivencia, tal así las
matemáticas, historia, música o cualquier índole que le hiciese quedar de
soberbio y antisocial.
Su desempeño era destacable y sus
valores íntegros para un puesto a veces tan poco moral, pero justamente eso
provocaba ciertas desconfianzas y discordias entre sus jefes. Al final, se
retiró apenas tuvo oportunidad, ante la inminente amenaza de una investigación
fiscal. William anduvo vagando de trabajo en trabajo, taxista, agente de
ventas, e incluso llegó a limpiar piscinas en un hotel de renombre. Ahí, se
enamoraba día con día de bellas mujeres extranjeras, a las cuales admiraba en
secreto entre suspiros efímeros de una noche. Eso fue hasta que conoció a Sunny Smiroff,
una joven artista rusa que formaba parte del circo como trapecista y había
logrado hacer vida alrededor de Europa, trabajando como maestra de yoga. Sunny
era un nombre artístico, pero era lo único que compartía, y honestamente, era
lo único que le importaba a William.
Quizás fue porque había tenido
parejas peores, o el hecho de que William tenía aquella mirada atribuida a los
mártires y los ángeles cada que miraba su melena rubia y alborotada, pero acepté
casi de inmediato a Sunny como la pareja de mi desgraciado amigo. William rara
vez podía seguirle el ritmo a la enérgica Sunny, arrastrado la mayoría de las
ocasiones por sus caprichos y deseos egocéntricos que, vistos desde fuera,
parecía justamente lo que William necesitaba para salir de ese agujero al que
llamaba hábito. Pasado un tiempo, empezaron a vivir juntos, en la casa de
William, habiéndose sus padres marchado hacia una casa a las afueras de la
ciudad, la cual era su plan de retiro al término de los estudios de William.
Por esas fechas, había conseguido
mi primer trabajo en un periódico de la ciudad como reportero, teniendo que
vagabundear entre los más recónditos confines y callejones de la ciudad,
hallando principalmente insalubridad, escenas de crimen y alguno que otro
mendigo que buscaba ganar mi salario extendiendo la mano. Las noticias nunca
fueron agradables, pero cuando tu trabajo se encuentra buscando en la
inmundicia, nada puede serlo. Justo por eso me sorprendí de hallar un día a Sunny
Smiroff, fornicando en un callejón con olor a pis con un tipo dos veces más
grande que William y diez veces menos simpático. Sus ojos parecían perdidos
entre los ladrillos frente suyo y las pupilas dilatadas contaban una historia típica
de aquellos lares.
Antes de decirle a William,
tantee terreno para saber si su relación se encontraba bien, a lo que el
despreocupadamente respondió “mejor que nunca”. Había descartado que se tratase
de una ruptura, así que procedí a contarle sobre lo que había pasado.
Buscando las palabras apropiadas
para un tema tan delicado, me encontré con un silencio abrumador durante mi testimonio,
sin preguntas, ni cambios en la gesticulación de William, solo una mirada
aparentemente clavada en mis ojos, y que reflejaba una pared invisible entre él
y yo.
Cuando terminé, contestó
cortantemente “gracias, pero yo sé lo que hago.”
Ante el desprecio en sus palabras,
decidí no hablar más sobre el tema e irme de ahí en cuanto tuve oportunidad,
pues el ambiente tan agradable que siempre rodeaba a William, había
desaparecido para mí, acortando sus oraciones, sacándoles filo con cada palabra
que decía. Se limitaba a responder monosílabos o contradicciones. Claramente
estaba molesto, pero no me arrepentía de haber dado consejo, aún si fuese el
último, a mi gran amigo:
“Que el recuerdo sea ignorante
y el olvido discreto.”
Después de eso, cerré la puerta,
y nunca más volví a ver a William.
Mi rencor en realidad fue
perecedero y habiendo pasado un mes, hubiera intentado nuevamente hablar con
él. Probablemente, para ese entonces, la historia se habría olvidado y bien
podría aceptar que fuese un cornudo si eso era como las cosas funcionaban para
él.
En lugar de ello, William se
aseguró de cortar todo medio de comunicación conmigo y cualquier otro amigo en
común, limitándose a una vida llena de una mujer de un vacío sin fin. Durante
meses, le perdí de vista y de la consciencia, empedernido a seguir adelante,
pero escasas veces el destino es tan condescendiente con esa clase de
decisiones. Así fue que vi un par de meses después a Sunny, quien en
realidad se llamaba Esther Mycop, en aquella zona de antros de mala muerte, por
la cual solía buscar noticias.
Deambulaba apenas con rastro de
consciencia, con una botella en la mano casi llevada a rastras, mientras que se
recargaba en la pared con el otro antebrazo. Quizás fuera el hecho de no haber
cerrado el ciclo de la pérdida de mi amigo William, o aquel par de tragos que
llevaba encima, pero decidí cruzar la calle y encarar a aquel despojo de mujer,
pero por más que pregunté por William, ella nunca dio seña de haber estado con
él o siquiera haberlo conocido.
Ante la extrañeza de la confesión de un ser
apenas racional, comencé a dudar si se trataba siquiera de la misma persona, si
es que acaso Esther Mycop era hermana de Sunny Smiroff o si todo surgía de un
efecto Doppleganger, que bien podría haber acabado en vano con una amistad de
15 años. Había hecho mal mi trabajo como periodista, o bien se trataba de una
respuesta vacía de una persona a punto de volverse un objeto, pero quise
conocer la verdad directamente de William, pues en este punto, parecía el único
capaz de esclarecer una verdad que poco podía arreglar sino una razón para un
cabeza dura.
Aquella noche fui hasta su casa y
azoté la puerta como si fuese un cobrador enfurecido, a veces siendo consciente
de mis excesos, pero sin obtener respuesta del otro lado. Mirando con
detenimiento el jardín, noté que la casa llevaba desatendida por lo menos un
par de meses, pero las luces dentro de la vivienda se mantenían prendidas, silenciosas,
guardándome secretos. Cansado por la indiferencia y en un momento de locura,
rompí la ventana que daba hacia la sala con una piedra, y removiendo el resto
de los cristales descuidadamente con mis guantes, me abrí paso hacia aquella
casa que había visitado apenas un decena de veces desde hace 10 años. En esa sala habíamos visto películas, y en su comedor bebimos junto a
esa zorra, o su novia, o cual fuese la razón por la que nos habíamos separado
en primer lugar, y la razón también por la que estaba ahí. Ahora, del comedor
se desprendían aromas fétidos y los alimentos mostraban rastros de moho y podredumbre.
Caminé por el pasillo que daba
hacia las habitaciones, mientras aún seguía gritando una y otra vez el nombre
de William, diciéndole que solo quería hablar. El pasillo se tornaba oscuro con
cada paso que daba, aturdiendo gradualmente mis sentidos. De no ser por mis gritos, en un parpadeo podría haberme olvidado de donde estaba y que estaba haciendo. Casi al final del camino, se encontraba
la antigua habitación de William, de la cual nunca se quiso cambiar, a pesar de
que el cuarto principal era más grande. La puerta estaba cerrada con seguro,
pero ante el desespero de la verdad, lancé una patada, y luego otra, hasta que
la cerradura finalmente cedió, y la puerta se abrió.
Entonces desperté, en mi propia
cama, incapaz de recordar lo que había pasado la noche anterior. Me vestí para
ir al trabajo, cociné unos huevos y una salchicha acompañados de café, y salí
de casa. De reojo, miré hacia la propiedad del vecino, la cual parecía haber
sido vandalizada la noche anterior, pero poco o nada significó para mí,
mientras seguía en mi camino hacia el trabajo, más preocupado por una nueva
noticia, que por lo dejado atrás.